Fernando Henrique Cardozo, decía en
la “Revue du Tiers Monde”, hace una veintena de años, que las Tecnologías de la
Información y de las Comunicaciones, TICs estaban cambiando, sustancialmente,
las formas de organización y de producción de la sociedad. Hoy, los medios de tratamiento
de la información y de las comunicaciones (ordenadores, teléfonos, Internet,…) y sus nuevas materias primas:
principalmente, datos personales y contenidos de vocación mercantil, refuerzan la
insurgencia de una nueva sociedad de la información. Su flanco negativo, es que
en ella se amenaza o vulnera – urbi, orbi
y por un buen tiempo - los atributos de la personalidad del ser humano: existencia,
nombre, sexo, domicilio, nacionalidad, usurpando o modificando su identidad, y/o
alienando su patrimonio creativo. Para las comunicar, Internet se sirve de números IP (Protocolo Internet) reemplazando
los identificantes reales por virtuales: anónimos, pseudónimos o avatares; o
domicilios, sexos o nacionalidades virtuales. Así, los procesos de identidad e identificación
de la persona humana, como su portabilidad en documentos oficiales o legales de
estos rasgos ceden, sin ser necesariamente reemplazados. Además se altera, vía
la gobernanza de Internet por auto-regulación o incipiente co-regulación, principios
de soberanía y de jurisdicción detentados por el Estado en el ejercicio de la
autoridad nacional y de la aplicación del derecho.
Su abogado le aconsejo bien, pero
parcialmente. El problema de la identidad personal, no es solo obra de canallas,
resentidos, o envidiosos, ni menos de acomplejados, imbéciles o aburridos, ni dirigidos
contra la identidad de la persona humana o contra las personas morales o jurídicas,
también, se barajan interés empresariales, extranjeros, y en última
instancia se atenta contra las antiguas forma social de regulación y respeto de
la identidad real. Siempre las regulaciones técnicas, económicas han sido más rápidas
que las regulaciones políticas o jurídicas, pero ahora más que nunca, ello nos interpela
sobre el tipo de sociedad que se construye, en la cual la identidad de persona
deviene un valor mercantil que ni la persona ni las autoridades, técnicas, económicas;
políticas o jurídicas nacionales son capaces de proteger eficazmente. El tiempo
y la complejidad juegan en contra, y no exclusivamente contra Philip Roth o
Mario Vargas Llosa.
La identidad perdida
Mario Vargas Llosa
Domingo, 21 de octubre de 2012 | 4:30 am
Domingo, 21 de octubre de 2012 | 4:30 am
En The New Yorker del 7 de septiembre de este año hay una “Carta
abierta a Wikipedia” del novelista norteamericano Philip Roth que es
sumamente instructiva. Cuenta cómo Roth, al descubrir la descripción
errónea que hacía Wikipedia de su novela The Human Stain (“La mancha
humana”), envió una carta al administrador de esa enciclopedia virtual
pidiendo una rectificación. La respuesta que obtuvo fue sorprendente:
aunque la entidad reconocía que un autor es “una indiscutible autoridad
sobre su propia obra”, su sola palabra no era suficiente para que
Wikipedia admitiera haberse equivocado. Necesitaba, además, “otras
fuentes secundarias” que avalaran la corrección.
En su carta abierta, Philip Roth demuestra, con precisiones y datos
fehacientes, que su novela no está inspirada, como afirma Wikipedia, en
la vida del crítico y ensayista Anatole Broyard, a quien conoció muy de
paso y cuya vida privada ignoraba por completo, sino en la de su amigo
Melvin Tumin, sociólogo y catedrático de la Universidad de Princeton,
que, por haber usado en una clase una palabra considerada despectiva
hacia los afroamericanos, se vio envuelto en una verdadera pesadilla de
ataques y sanciones que por poco destruyen su vida, pese a sus muchos
años dedicados a combatir como intelectual y académico la discriminación
y el prejuicio racial en los Estados Unidos. Philip Roth publicó esta
carta abierta en The New Yorker para tratar de contrarrestar de algún
modo una falsedad respecto a su obra que la multitudinaria Wikipedia ha
desparramado ya por el mundo entero.
No es esta la primera vez que el gran novelista norteamericano da
esa batalla quijotesca en defensa de la verdad. Hace algunos años,
descubrió en The New York Times que le atribuían una afirmación que no
recordaba haber hecho. Después de no pocas gestiones y esfuerzos
consiguió llegar a la fuente que había utilizado el diario para citarlo:
una entrevista en un diario italiano, firmada por Tommaso Debenedetti.
Que él no había dado jamás. Gracias a esta investigación, se
descubrieron las proezas fraudulentas de Debenedetti, que, desde hacía
ya varios años, publicaba –en la prensa de Italia y otros países–
reportajes a personas de diversos oficios y funciones inventadas de pies
a cabeza (yo merecí el honor de ser una de sus víctimas, y, otra de
ellas, nada menos que Benedicto XVI). Demás está decir que las setenta y
nueve colaboraciones falsas del personaje no han merecido sanción
alguna y la historia de su fraude ha convertido al simpático Tommaso
Debenedetti en un verdadero héroe de la civilización del espectáculo.
Ahora quisiera yo meterme en este artículo y contar dos episodios de mi
vida reciente que muestran una inquietante vecindad con lo ocurrido a
Philip Roth. Estaba en Buenos Aires y una señora, en la calle, me detuvo
para felicitarme por mi “Elogio a la mujer”, que acababa de leer en
Internet. Pensé que me confundía con otro pero, pocos días después, ya
de regreso al Perú, dos personas más me aseguraron que habían leído el
texto susodicho y firmado por mí. Finalmente, un alma caritativa o
perversa me lo hizo llegar. Era breve, estúpido y de una cursilería
rechinante (“La verdadera belleza está en las arrugas de la felicidad”,
“Todas las mujeres bellas que he visto son las que andan por la calle
con abrigos largos y minifaldas, las que huelen a limpio y sonríen
cuando las miran”, y cosas todavía peores). Pregunté a amigos fanáticos
de la red si había alguna manera de identificar al falsario que había
pergeñado esa excrecencia retórica usando mi nombre y me dijeron que en
teoría sí, pero en la práctica no. Porque no hay nada más fácil que
borrar las pistas de los fraudes retóricos, inyectando mentiras y
embauques de esta índole. Podía intentarlo, desde luego, pero me
costaría mucho tiempo y sin duda bastante dinero. Mejor me olvidaba del
asunto. Es lo que hice, por supuesto.
Hasta que, uno o dos años después, recibí una llamada de un
periodista de La Nación, de Buenos Aires, el diario que publica en
Argentina mis artículos. Me preguntaba, sorprendido, si yo era el autor
de un texto, firmado con mi nombre, titulado “Sí, lloro por ti
Argentina”, que era una diatriba feroz contra los argentinos y que
andaba circulando por Internet. En este caso, el texto que me atribuían
era infame, pero no estúpido. El falsificador lo había urdido con una
astucia cuidadosa, tomando frases que efectivamente yo había usado
alguna vez, por ejemplo para criticar la política de la presidenta
Cristina Fernández de Kirchner o la del presidente Hugo Chávez, de
Venezuela, y adobándolas con vilezas y vulgaridades pestilenciales de su
propia cosecha (“el desquiciado, paria, bestia troglodita de la extinta
y queridísima República de Venezuela”, “El peronismo es el partido de
los resentidos más aberrantes, llenos de odio, de rencores viscerales,
fanáticos, fascistas, enfermos de rabia inexplicable” y lindezas por el
estilo).
Consulté a un abogado. Me explicó que el tema de los derechos de
autor, del copyright, en el mundo digital es todavía un bosque confuso,
objeto de múltiples negociaciones en las que todavía nadie se pone de
acuerdo, y que, aunque en principio, mediante una larga y costosa
investigación, podría llegar a la fuente de donde había salido
originalmente el texto fraudulento, probablemente el esfuerzo sería
inútil pues el o los falsificadores habrían tomado las precauciones
necesarias para borrar las pistas, lanzando el artículo calumnioso no
desde su propia computadora sino usando alguna de las que se alquilan en
cualquier cibercafé. ¿No había nada que hacer, entonces? En realidad,
no. O, más bien, sí: tomarlo a la broma y olvidarse.
Y aquí llegamos a la parte más seria y trascendente del asunto, más
permanente que lo anecdótico. La revolución tecnológica audiovisual, que
ha impulsado las comunicaciones como nunca antes en la historia, y que
ha dotado a la sociedad moderna de unos instrumentos que le permiten
sortear todos los sistemas de censura, ha tenido también, como perverso e
impremeditado efecto, el de poner en manos de la canalla intelectual y
política, del resentido, el envidioso, el acomplejado, el imbécil o
simplemente el aburrido, un arma que le permite violar y manipular lo
que hasta ahora parecía el último santuario sacrosanto del individuo: su
identidad. Técnicamente es hoy día posible desnaturalizar la vida real
de una persona –qué es, cómo es, qué hace, qué dice, qué piensa, qué
escribe– e ir sutilmente alterándola hasta desnaturalizarla del todo,
provocando con ello, a veces, irreparables daños. Probablemente lo peor
del caso es que estas operaciones delictivas ni siquiera resultan de una
conspiración política, o empresarial, o cultural, sino, más
pedestremente, de pobres diablos que de este modo tratan de combatir el
tedio o la pavorosa sequedad de sus vidas. Necesitan divertirse de algún
modo y ¿no es acaso un deporte divertido envilecer o ridiculizar o
poner en situaciones de escándalo a los otros si, además, ello se puede
perpetrar con la impunidad más absoluta?
Por eso, los valerosos esfuerzos que un Philip Roth hace en defensa
de su identidad de escritor y de ciudadano, para que le permitan seguir
siendo lo que es y no una caricatura de sí mismo, aunque admirables, son
probablemente totalmente inútiles. Vivimos en una época en que aquello
que creíamos el último reducto de la libertad, la identidad personal, es
decir, lo que hemos llegado a ser mediante nuestras acciones,
decisiones, creencias, aquello que cristaliza nuestra trayectoria vital,
ya no nos pertenece sino de una manera muy provisional y precaria. Al
igual que la libertad política y cultural, también nuestra identidad nos
puede ser ahora arrebatada, pero en este caso por tiranuelos y
dictadores invisibles que en vez de látigos, espadas o cañones usan
teclas y pantallas y se sirven del éter, de un fluido inmaterial y
subrepticio y tan sutil y poderoso que puede invadir nuestra intimidad
más secreta y reconstruirla a su capricho.
A lo largo de su historia, el ser humano ha debido enfrentar toda
clase de enemigos de la libertad y, con grandes sacrificios y dejando el
campo de batalla sembrado de innumerables víctimas, siempre ha
conseguido derrotarlos. Y creo que también, a la larga, derrotaremos a
este último. Pero esta victoria, me temo mucho, demorará y ni Philip
Roth ni yo alcanzaremos a celebrarla.
Madrid, octubre de 2012
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